martes, 9 de diciembre de 2008

Capítulo III: La Noche de los Difuntos

Mamá falleció cuando yo tenía diez años, el segundo día de Noviembre. Siempre me hizo mucha falta, era una mujer realmente dulce. Recuerdo sus largos rizos almendra sobre mi rostro cuando nos quedábamos dormidos en el jardín. Supongo que heredé de ella la extraña característica de poder dormir en cualquier lugar…
Ese día era el aniversario undécimo
de su muerte. Le pedí la mañana libre a mi jefe para visitarla en el cementerio; me tomé todo el tiempo para dejar su tumba muy hermosa y perfumada con flores frescas. Ella amaba las azucenas. Por la tarde, no me sentí con deseos de ir a clases. No estaba triste, sólo quería repasar las viejas fotos y recuerdos en la soledad de mi habitación. Me senté al lado de la ventana a mirar los aburridos y grises edificios vecinos, mientras revivía el pasado en mi mente. El viento comenzó a agitarse, pero era cálido y agradable. Mis labios percibieron el sabor a sal, mi piel se estremeció al sentir el brillante sol: me encontraba contemplando el mar.
Confieso que el cambio de la monótona ciudad, a la soleada playa de arena blanca y agua transparente, fue muy bien recibido por mí. Sin embargo, detesto que todo sea tan repentino, me hace pensar que soy un loco en un manicomio que está fantaseando con lejanos lugares y una vida ficticia. Tal vez así sea… tal vez todos lo seamos.
Miré a mi alrededor: me encontraba en la entrada de un camino que daba a una enorme mansión en lo alto de un cerro. Desde allí se podía apreciar una excelente vista al mar. Ya que no tenía otro sitio a dónde ir, decidí seguir el camino hacia la mansión, la cual, cuanto más me acercaba, se volvía más hermosa e imponente. Un hombre de mediana edad, estaba junto a una pequeña carretilla plantando más flores en el ya pobladísimo rosedal. Su vestimenta parecía de principios del siglo pasado. Me observó sorprendido, y luego, como quien recuerda algo me dijo:
- Eres el ayudante de cocina que contrataron para la fiesta, ¿verdad? – No me dio tiempo a responder.- Te llevaré a la cocina, sígueme.
Entramos a la casa por una pequeña puerta para empleados, no la principal. La cocina era muy espaciosa y estaba abarrotada de doncellas y cocineros trabajando. Me presentó al jefe de cocina, un hombrecillo regordete y orgulloso, quien me examinó de pies a cabeza. Disgustado masculló:
- ¡Dijeron que me enviarían a alguien con experiencia, no un ragazzo! ¡Maledizione! – Se volteó y le ordenó a una de las doncellas.- Addolorata, lleva al ragazzo a su habitación.
Addolorata asintió con la cabeza y con otro gesto me mostró el camino. Mi habitación era pequeña y la compartía con otros dos trabajadores. La joven abrió el armario y me señaló un traje que esperaba pulcro en una percha.
- Ese es el tuyo. En cuanto termines de cambiarte y acomodar tu valija, por favor ven a la cocina, sino Bendetto se pondrá más furioso.
Asentí, le di las gracias y se marchó. No entendí a qué valija se refería, hasta que me miré en el espejo y vi que en mi mano izquierda llevaba bien apretada una. Dentro de ella, había algunas prendas meticulosamente dobladas, un arrugado periódico en italiano y un boleto de tren a nombre de un tal Fiorenzo Manfredi. La vestimenta que tenía puesta también era extraña, pues al igual que la del jardinero y los demás empleados, parecía de principios del siglo pasado. No me partí la cabeza buscando explicaciones, porque nada de todo lo que me ocurría tenía explicación, simplemente me limité a alegrarme por conservar mi cuerpo y no haberme convertido en mujer o en otro hombre. Me puse el impecable traje de cocinero y marché a la cocina. No tenía motivos para obedecer lo que se me indicaba, pero por mis anteriores experiencias, lo mejor era esperar hasta que se me presentara una oportunidad para regresar a mi hogar.
Sólo tuvimos dos descansos: un pequeño almuerzo y luego la merienda. Bendetto se encontraba en estado de histeria: “¡Es esta noche! ¡Más aprisa! ¡Maledizione!”, gritaba constantemente. Y debo reconocer que el principal causante de su mal humor fui yo, debido a que lo único que sabía de comida italiana era preparar Spaghettis instantáneos.
- ¡Ya has arruinado el Carpaccio y no eres capaz de preparar un salsa de setas y nueces decente! – Observó lo que tenía en mis manos en ese momento.- ¡No! ¡No la Torta Marinara! ¡Oh! ¡Dio! ¡Dio!
Las doncellas se compadecieron de mí y me tendieron una mano; al cabo de unos minutos me llamaban “Lorenzzino”, con aprecio. A las ocho, la cocina era un desfile de deliciosos platillos de todos los gustos y colores. Nos dieron trajes de mozos para servir en la fiesta, junto con blancos antifaces.
- Addolorata, ¿para qué nos dan antifaces?
- Es obligatorio asistir a la Noche de los Difuntos con antifaces, así lo dicta la tradición. Incluso, nosotros, que somos meros servidores, no quedamos fuera del hechizo de la maravillosa celebración.
- ¿Noche de los Difuntos?
- Había olvidado que eres forastero, Lorenzzino. – Respondió con paciencia.- En este pequeño pueblo, una vez al año se celebra la Noche de los Fieles Difuntos. Sólo por una noche, la tierra, el purgatorio, el cielo y el infierno conviven en el mismo lugar. El cementerio del pueblo queda en los terrenos de esta enorme mansión, por ello, es tradición festejarlo en sus jardines. Pero para poder participar del hechizo, todos los invitados deben llevar máscaras y antifaces, tanto los vivos como los muertos.
No acabé de comprender lo que Addolorata me dijo, pero tampoco tuve oportunidad de seguir preguntado, pues Bendetto nos dio bandejas y nos empujó al jardín para que comenzáramos a servir a los invitados.
Realmente era una visión estupenda: las damas con sus largos y llamativos vestidos de gala, los caballeros con sus elegantes trajes, los extravagantes antifaces que convertían el rostro de cada uno de los invitados en un anónimo. Por otra parte, el rosedal brillaba con las tenues luces de las velas que habían dispuesto a lo largo de todo el jardín, la brisa era cálida y con aroma a mar, las estrellas y la luna parecían diamantes incrustados en el cielo. Si esa no era una noche mágica, no sé qué lo es. Algo llamó mi atención, el comportamiento de los invitados era de una profunda alegría mezclada con éxtasis y desenfreno. Vi muchas veces repetida una escena: dos o más personas abrazándose, como si se tratara de un reencuentro. ¡La gente de este pueblo es muy expresiva o bebe demasiado!

- ¿Qué me recomendás?
Sorprendido de oír una voz con un acento similar al mío, me volteé y vi a una hermosa dama señalando la bandeja que yo llevaba en la mano. El antifaz no me permitía ver la totalidad del rostro, pero sus labios no tenían nada que envidiarle a los pétalos de las rosas que nos rodeaban. Los largos rizos parecían flotar con la brisa. Sus ojos encerraban la eternidad.
- Definitivamente el Panzerotti a la Romana. Lo preparó Bendetto personalmente, y aunque sea insoportable, la verdad es que cocina como los dioses. Pero no coma por nada del mundo Supplí… lo preparé yo, y me quedó fatal.
La dama rió divertida, y para mí sonó como el canto de un ángel.
- ¿Te gustaría bailar?
- Me encantaría, pero no creo poder, estoy trabajando.
- Claro que podés, si alguien te dice algo, yo me hago responsable. Al fin y al cabo, esta celebración es para todos, nadie se queda fuera.
No me convencieron sus palabras, sino su sonrisa. Dejé la bandeja tirada y bailé con la hermosa dama como nunca antes lo había hecho. En un momento quise quitarme el antifaz pues me producía calor, pero me lo prohibió rotundamente, dijo que no respetar las tradiciones de la celebración era muy peligroso. Paseamos por los interminables rosedales y me contó algunas cosas sobre ella: tampoco pertenecía a aquel pueblo, estaba de paso sólo por esa noche.
- Soy feliz en mi nuevo hogar, pero extraño muchísimo a mi familia. A veces lloro. Pero en seguida recuerdo que la vida continúa y que lo importante es que ellos sean felices. Visito de vez en cuando a mi hijo para asegurarme de que todo está bien, pero no es lo mismo que vivir juntos. Mi amado se ha casado con otra mujer, y aunque no me olvida, pudo recomenzar, lo que me da mucha alegría y tristeza a la vez.
- ¿Qué clase de hombre podría elegir a otra mujer luego de conocerte? – Le dije, sin medir mis palabras.
- No digas eso, Lorenzo, no. No es justo para él.


Su presencia, me hacía entrar en un estado paz y alegría infinitas, como hace años no experimentaba. Tardé bastante en reconocer lo que ese sentimiento significaba, y lo que oír el sonido de su inconfundible risa me producía. Debería haberlo notado enseguida, lo sé. Bajamos a la playa y caminamos descalzos por la arena, tomados de la mano. La charla se tornó mucho más relajada, ya no hablamos de temas tristes, sólo hacíamos bromas absurdas y disfrutábamos de la compañía. Pasamos horas recostados en la arena mirando las estrellas.
El sol comenzó a asomar tímidamente en el horizonte.
- Ya es hora de que me vaya, querido Lorenzo.
- Sí. Espero verte el año que viene, en la próxima celebración de la Noche de los Fieles Difuntos. No sé cómo haré para llegar, pero te aseguro que acá voy a estar.
- Lo sé, mi amor, lo sé. Yo tampoco voy a faltar.
Me abrazó hasta convertirse en suave arena, que el viento llevó a algún lugar lejano y desconocido. No pude evitar derramar unas lágrimas, pero ese es un secreto que el mar supo guardarme. En el aire permaneció el perfume de su flor favorita.


Me quité el antifaz y al abrir nuevamente los ojos, estaba sentado en la silla de mi habitación. La vista por la ventana continuaba siendo gris y aburrida. Fue abrumadoramente chocante el contraste con la hermosa playa en la que había estado hace sólo unos instantes, o creía haber estado. Odio los cambios bruscos.
Miré mi cama, había algo nuevo... sobre la almohada, una blanca azucena.

2 comentarios:

0nironauta dijo...

jejeje, muy romántico.

Me ha gustado mucho la ambientación, muy napolitana. Enhorabuena.

MOZART dijo...

Me alegro que se haya podido plasmar esa ambientación. En mi sueño era algo muy patente la comida italiana y el baile con antifaces.


Mozart.